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daniel lebrato obra publicada 1987-2007

relato: vocaciones, vacaciones (2005)

© Daniel Lebrato, 2005

___________________ VOCACIONES, VACACIONES

 

 

premio. Del lat. praemium. 1. m. Recompensa, galardón o remuneración

que se da por algún mérito o servicio, 2. m. Ripio o rima fácil de intención burlesca, frecuente a propósito de nombres o apellidos, v. gr., Dato, atríncamela un rato.

 

 

 

TESIS. VOCACIONES

Como quien ha leído a Sábato y a Hipólito González Navarro, yo tenía varios comienzos para esto. Por ejemplo: Todos saben que yo maté al Orientador. Por ejemplo, Todos saben que me llamo Ale Berlín Dato, Me escapé del zoológico de Maica Espín, He venido huyendo de Doble Erre. O impactos semejantes. Por último, mi patria ha sido siempre la literatura, y en literatura hay que empezar pegándoles fuerte, al corazón o al hígado. Efectivamente me llamo Ale Berlín Dato y se me identifica con una pequeña editorial, el Sobre Hilado, maquinista y corrector de pruebas. Como empresa, el Sobre Hilado es una ruina, aunque eso no signifique que yo haya matado a nadie. ¿O debo decir a alguien? Las negaciones en castellano son la leche.

Gracias a Dios soy funcionario. Me impone un respeto la frase gracias a Dios, y por eso no la uso nunca. Sin embargo, con el Estado hago excepción, y con el nombre que nos da a sus hijos: funcionario. Se puede dudar si Dios existe, lo que sin duda existe es el Estado (así, con mayúscula). Gracias al Estado y a unas oposiciones, algunos gozamos esa seguridad que da el sector público, sin despidos y con nómina fija, seguridad incomparable en tiempos de cierre de empresas, despidos masivos y contratos basura. Gracias al Estado nos libramos un poco del capitalismo sin entrañas (como si hubiera o hubiese algún capitalismo con entrañas), en estos tiempos, cumplidos los cuarenta y cinco, en que no sabes si marcarte un viaje apasionante a la India o abrirte en una cartilla un plan de jubilación.

Soy, lo reconozco, lo más parecido a funcionario de prisiones, profesor de instituto. Por mí, me hubiera o hubiese quedado dando clases en la facultad, pero la seguridad que yo quería no me la daba aquel departamento, feudal y restringido. Así que preparé oposiciones. Empecé en esto siendo más de literatura que de lengua. Fui luego el de lengua, más que el de literatura. Antes era de españolas y al día de hoy de castellanas. Me da igual. Me ponga como me ponga, seré siempre el de lenguaje, el Dato, o el Dato: atríncamela un rato. Y de profesor a maestro, y lo que venga. Los epítetos no me deshonran. Va por ustedes. Todavía soy capaz de entrarles en clase por derecho. De mirar de frente al chulillo de turno que me anda tocando los pupitres. Capaz de medirme con él el territorio y decirle a los ojos de qué vas, quién te crees que manda aquí, so gilipollas.

Peor es la pérdida de calidad. Al principio las enseñanzas medias eran medias tirando a altas. Ahora van tirando a bajas que te cagas, quiero decir al graduado escolar. Para estar a la altura (o a la bajura) de los tiempos, hace mucho dije adiós a mis clases preferidas, aquellos clásicos del alma, Juan Ruiz, Celestina, Garcilaso, a quien tanto debía. Por guardarles el luto a mis clásicos, hoy consiento que mis muchachos destrocen en el aula la última chorrada de literatura supuestamente juvenil. A eso se le llama dar carnaza. Antes que una lectura vulgarizada y estúpida del Romancero o del Lazarillo, que despedacen al Harry Potter o Porter de turno, que nunca sé. En clase, no es que me aburra, es que me divierten otros espectáculos: los pelos que se pintan, las miradas retadoras, las braguitas, los chándales a la moda mercadillo, los tatuajes, los pírsins y bollycaos que se clavan en el cuerpo, los michelines, las posturas, las canciones y programas, que me muero. Si por la literatura en castellano fuera o fuese, me aburriría en clase como una ostra criando nácar.

Mi instituto reside en un barrio de ropa tendida a la calle, de mujeres que absurdamente baldean y refriegan su cachito de acera como si la acera fuera o fuese suya, y de varones jugándose el tedio a la baraja o al dominó. A más de uno, como abuelete, se le ve cangureando al nieto venido, lo más probable, de penalti. A otros, más jóvenes, se les ve echando algún currito de higos a brevas, esas chapuzas que se abrevian en chapú, pura economía sumergida. Y de ahí a la cartilla del paro. Entre el prejubilado, el jubilado y el parado, el hilo es más bien sutil: depende de las rondas en el bar. Entre el parado de larga duración y el gorrilla que no sabes si te guarda el coche o si te lo va a robar, el hilo, la ronda, es que ni se ve. Así les digo a mis cursos el día (raro) que me pillan la vena tutorial: que no hay atajo sin trabajo, que se apliquen y aspiren a lo mejor, que estudien cuanto más para salir del hoyo. Y cuando algún padre madre se deja caer en plan contribuyente con las vacaciones ‘de maestro' que tenemos ‘los maestros' y lo poco que trabajamos ‘los maestros', con la misma le respondo: a sus pies de usted, señora/señor: mis buenos estudios me ha costado. Que su Yónatan Jesús espabile y haga como yo, la carrera.

En mi tiempo libre escribo, leo y publico. Los tres ocios me divierten. Por ese orden, aunque lo normal es leer. Cuando escribo, me lo paso pipa si algo merece; lo demás, papelera. Mientras estoy en mi máquina todo funciona y el mundo está bien hecho. Estas vacaciones quiero quitarme de encima las dos labores en prosa que me pisan los talones. Una es acabar las entregas de Vidas Fastidiadas que tengo comprometidas para Así es la vida, ese grandísimo fresco del siglo veinte que dirige mi amigo Manuel Díaz Trillo, quien no para, con razón, de darme la coña. Otra es la novela contundente y comercial que, debidamente presentada al Planeta, dé a mi vida esos cien kilos que necesita, y me permitan mandar las vidas fastidiadas y a mi amigo Manuel a hacer puñetas. No me busquen en círculos de escritores. Si no les importa, mejor quedamos en el bar.

Y he llevado palante ese trabajillo editorial que hasta ayer mismo me ha gustado y que es otra cara de la creación: la letra impresa, el tacto del papel, el libro cosa. Y la corrección de textos. Fijar palabras, defender, sin ir más lejos, la palabra ‘palante' que acabo de usar. La editorial siempre fue modesta pero su misma modestia y las tiradas minoritarias le dan a sus libros ese punto bibliófilo de coleccionista que es al fin caché. De hecho, todo el mundo quiere publicar en el Sobre Hilado. Antes, los autores con sus poemas y sus prosas venían al instituto. Hacíamos con ellos eso que se llama literatura en el aula. El poeta en vivo y en directo, el narrador y sus personajes, ya saben.

Cuento esto como ejemplo de vocaciones ni cumplidas ni frustradas sino todo lo contrario. Cuando una alumna o alumno me pregunta por salida o salido profesional, les digo que muevan su imaginación. ¿Qué queréis ser? ¿Quien limpia el despacho o la despacha o quien calienta la cula o el culo en el peazo sillón del despacho o despacha? Y les propongo o proponga un anticipo o anticipa: que se imaginen no estudiantes sino trabajando o trabajanda. Y, más todavía o todavío: jubilados o jubiladas. Si vas a jubilarte con el síndrome del trabajo o la trabaja, qué vas a echar de menos o menas, quilla o quillo. ¿La mecha o el mecho que ponías en la pelu, la basura o el basuro que recogías en los contenedores, las celulosas o celulosos del hospital? Preferible, les digo, no echar en falta nada y que viva y que viva todo lo que os guste. Ningún cartero, salvo el de Neruda, echará en falta las cartas que repartía, ni los repartidores de telepiza las pizas que se comían los demás. Trabajo, el que os dé de comer y os deje cuanto más libres. Como ejemplo me pongo: mis lecturas, mi musiquita, mis libros, mi buena vida extraescolar: cervezas, novia y amigos cuando pierdo de vista vuestras jodidas caritas adolescentes, les digo en lenguaje Tarantino. Sacadle brillo al sueldo y a la vida. Que yo no os vea apalancados de taberna, pendientes del seis doble o esclavos del rey de bastos. Que le vayan dando al carrito del nieto, agoagó sus babas con las vuestras. Que se jodan los cursos de macramé en el hogar del pensionista o pensionisto.

De todas las memeces del actual sistema educativo, lo más pintoresco es el llamado consejo orientador. El consejo orientador no es nuevo, es que se ha santificado y puesto a su servicio un departamento específico: el departamento de orientación. Frente a expedientes académicos con perfil y posibilidades, no hay problema, el consejo dictamina el itinerario más creíble a cada alumno: usted va para letras, para ciencias; o le afinamos hasta las ramas o áreas: sanitarias, jurídicas, artísticas, lo que usted quiera. Al hijo del banquero Botín el consejo de orientación lo vio venir a la primera: este niño vale para las finanzas (desde el apellido). Y con su alteza real la Infanta ya es que lo bordaron: esta niña va para reina (de España). Pero cuando el consejo orientador tiene todo el arte de este mundo es frente a los expedientes fronterizos, alumnos venidos de la rumbita y el pincho, carne picada para el tutelar de menores que podrían hacerle una cicatriz al volkswagen que el profesor va estrenando, a plazos. Atentos, entonces, al consejo. A usted, Peláez, le vemos de reciclador de medio ambiente (antes basurero) o técnico recogedor de chapapote. A usted, Vanessa del Rocío, la vemos como técnica de limpieza (vulgo fregona) o estetisién (lava cabezas y pone rulos). A Jonathan Macael le cuadra el suministro de energía (repartidor de bombonas). Albañiles de cementerio, putas de carretera, vengan, vengan. Alguien tiene que hacer esos trabajos, ja, el dinero no da la felicidad, ja, ja, y al final lo que importa es la persona, ja, ja, ja.

Mis personas, alumnos a los que quiero, y por eso me río con ellos y de ellos, mis alumnos, digo, me siguen y hasta creo que me entienden, aunque no falle una testiga (de Jehová y de mis cabreos) que me corrija siempre y que por qué no habla usted bien y nos da ejemplo, que a fin de cuentas es usted de lengua, sin ostias ni ostia puta, que estáis tontos, ni me cago en la puta que me parió. Pero la mayoría, aunque me entienda, no atiende a razones, no hace nada. El barrio corona a sus habitantes con un orgullo de acera y bloque que a mí, que no soy del barrio y sí soy del barrio, me desespera. Y esa desesperación es de raíz política. La Educación, el Sistema Educativo como una esquina de un más grande edificio. Me desespero y espero que ganen los míos. Si ganaran los míos, casi nada. Yo, que voto sentimental y que dejé a los míos en la cuneta del voto útil, de frases repipiolas que acaban todas ‘en democracia'. Los míos. Y eso que se supone que, porque hay barrios como el mío, hay también las ideas y las personas que son los míos.

Y en todo esto, la editorial, el Sobre Hilado. Desde joven tengo amigos que escriben. ¿Por qué no invitar a mis amigos escritores y traerlos a mi barrio y hacer con ellos literatura en el aula? ¿Y por qué no, para mayor eficacia y hermosura, una publicación con las cosas que ellos les vayan a leer a mis alumnos, servir a mis amigos en letra impresa, hacerlos libro de texto en condiciones? A los autores, esa publicación les serviría desde recuerdo hasta currículo. Eran tiempos pioneros de la Reforma. Tanto iluso para tantas ilusiones, o al revés. Con qué salero, le pusieron Reforma, como a Lutero. Cualquier proyecto entraba con sello de innovador o novador. Los centros de profesores, encantados. Los delegados provinciales, encantados. Venían a los actos, multiplicaban tus sexenios, te ponían de ejemplo, te daban cancha en la prensa. Pero, amigo, si querías hacer libros en condiciones, ni Reforma ni ostias en vinagre. Estabas metiéndote en un gremio que no entendía de películas. O tienes el ISBN o no vales un duro, chaval.

Verán. Cualquiera puede publicar un libro. Con hacer un depósito, el depósito legal, es suficiente. Otra cosa es la imprenta que lo edite y la salida que usted le dé a su libro: si lo distribuye a mano o a máquina, o sea pasándoselo a sus parientes, conocidos y compromisos, o entrando de lleno en el sistema de librerías y distribuidoras: cláusulas, porcientos, ivas legales y comerciales. En este caso, el precio engorda. Por regla general, lo que en imprenta vale diez, en la tienda valdrá cien. Y a la inversa. Del libro que usted compra por mil, el autor se lleva cien como mucho. Vil metal le llaman, manos limpias. Pero a efectos curriculares, de méritos (ascensos, concursos y traslados), no valen las publicaciones con sólo el depósito legal. Y hasta cierto punto es lógico. Porque usted, pillín, para inflarse su currículo y a nosotros las pelotas lleva años auto editándose y así cualquiera tiene bibliografía como churros. Para evitar en parte las ediciones de autor, se pide un código oficial, un ISBN, siglas correspondientes al International Standard Book Number. International Standard Serial Number, ISSN, si se trata de una revista. No se asuste: tampoco hace falta ir a Nueva York. En España hay Oficina del ISBN dependiente del Ministerio de Cultura. Y empresas y empresarios autónomos autorizados. Como hay Dios. Como hay electricistas y fontaneros autorizados.

Si digo que el ISBN impide ‘en parte' las ediciones de autor, es porque en estos tiempos infames ni por ésas se evita el mercado negro, el tráfico de ediciones encubiertas. Ahí están las editoriales que se trabajan a fondo el mercado de inéditos y óperas primas. Como empresas de noveles y feria de vanidades, nadie da un euro por esas editoriales, que al final están peor vistas que las ediciones de autor. Pero, tranquilos, la chistera editorial todavía guarda una sorpresa, a mitad de camino entre la auto edición descarada y el contrato en condiciones: usted nos paga bajo cuerda y sin que nadie se entere nosotros procuramos publicar lo suyo en una editorial hecha y derecha. Usted salva su vanidad y nosotros ganamos una pasta gansa. Presentamos la auto edición encubierta, cuya receta facilito, por si hiciera o hiciese el avío.

Auto edición encubierta en salsa de agencia editorial. Ingredientes para una persona. Un autor con ganillas, una obra en verso o en prosa con tal de que sea inédita (y original, jefe), algunos ahorros, una docena de premios literarios en las modalidades de poesía, relato o novela (más raramente, de teatro), un agente literario, alguna editorial de las de mediano alcance, una copistería, una oficina de correos y un amigo adulador (según mercado). Receta. Se coge al autor y, en habitación aparte, se le quitan su mujer y sus niños. Se le pone a escribir hasta sacarle por impresora de 150 a 200 folios mecanografiados a doble espacio (si son de prosa) o por arriba de 500 versos (si son poemas). El tema normalmente será libre o sujeto a lo que manden las bases. Previamente tendremos dispuesto un amigote fresco (de los de cuatro o cinco rondas de cerveza sin pagar ninguna) que lea en primicia el original y le haga los honores de muy original, macho, y de grandísimo mérito. A falta de amigote fresco, vale también pareja o consorte, evitándose en lo posible la especie llamada parienta, tenida por vulgar en estos ambientes. En sedes repartidas por la geografía del castellano, se convocan casi mil premios literarios a lo largo del año. De todos, elegimos diez o doce, los que parezcan más prestigiosos y mejor pagados. Firmen la convocatoria diputaciones, ayuntamientos, cajas de ahorro o instituciones las que sean, la dotación de los premios no bajará nunca del millón de las antiguas pesetas (vulgo kilo) libres de cargas y descuentos. Las bases de la convocatoria se anuncian en prensa y han de incluir la publicación de la obra, de tal manera que el autor se imagine encuadernado en pasta de Visor, Hiperión, Pretextos o Renacimiento para poesía; Planeta, Alfaguara, Plaza & Janés o Seix Barral para novela o relatos. Por decir algunas. Pero volvamos al autor. En una copistería, se van pasando sus folios manuscritos de uno en uno hasta conseguir del orden de las cinco o seis copias requeridas. Se grapan o encuadernan al gusto. En hoja y sobre aparte, se prepara una plica, ese sobre que no debe abrirse hasta después del fallo del jurado y que consta por fuera de lema y título (falso, si se quiere) y por dentro de toda la verdad: dirección, teléfono de contacto, breve currículo y opcionalmente fotocopia del DNI del concursante. Se cierra la plica. Si el sobre no es de auto cierre y es de los que dejan gomina en los labios, la pegajosidad se mata con su chupito de orujo o de aguardiente. A continuación se añade la plica a las copias grandes hasta formar su buen paquete postal. Este paquete debe pesar del orden de unos diez euros en sellos de correos e ir debidamente envuelto en papel de embalar de estos que ahora se llevan, de pelotillas mayormente, con la dirección convocante bien puesta y sin olvidar en letra clara para el premio tal y cual. Todo sin remite ni firma. Se vuelve a la calle y se guarda una cola espesa en la oficina de correos. Se manda el paquete certificado. Si no lo certifica, la verdad es que da igual. Francamente: si es paquete ganador, quién va a pedirle nada, y si es paquete perdedor, no nos engañemos: el resguardo se lo puede usted meter en el culo. Hasta hace poco, podía servirle para recuperar sus copias de entre el purgatorio de las no premiadas, y consolarse con ese ahorro para la próxima, que su buen dinero cuestan. Pero últimamente, por la cara van y queman o destruyen los ejemplares. Léase usted las bases. Reciclar, le dicen.

Para espesar la ansiedad mientras se falla el fallo, fallido fallo que no falla, ocúpese de otros menesteres de la vida. Fijo que a su mujer no le han de faltar ideas: niños al dentista, compras, lavadoras; tanto tiempo, majo, que has estado ahí en tu cuarto encerrado. Y a esperar entre quimeras y cuentos de lechera un telegrama que no ha de llegar. La espera se hace frustración y esa frustración hay que ponerla a enfriar hasta que cuaje. Durante semanas, meses sucesivos, se repite el procedimiento empezando desde la copistería hasta completar de diez a doce frustraciones según el ánimo, teniendo buen cuidado de que la obra no resulte en ningún caso ni finalista. Para un fracaso más gelatinoso, es aconsejable que alguno de los premios se lo lleve fulanito de tal, con quien el autor mantiene una rivalidad secreta, y que el amigote fresco y gorrón, a cada fallo y golpe de cerveza, comente macho, los premios es que ya se sabe que están todos dados de antemano. Entonces se coge una editorial de las que habíamos dejado entre ni fu ni fa. Le añadimos un agente espabilado con un listín de autores potenciales. Se mezcla el agente con nuestro autor y de un maletín de ejecutivo le hacemos sacar un pliego de condiciones con su comité lector, su asesoramiento editorial y su lindo futuro prometedor lleno de escaparates, de librerías y de autores firmando ejemplares en el Corte Inglés hasta agotar la tirada. Este lindo futuro habrá de irse dosificando hasta que al autor se le pongan los ojos a cuadritos. En ese punto, se saca del maletín del agente un segundo y definitivo pliego de condiciones que aseguren que el autor está dispuesto a pagar de su bolsillo todos los gastos de edición, incluyendo sueldo y comisiones de el del maletín, cuentas del bar y futuros actos de promoción. El pago se hará en metálico adelantado o en especie de esta manera: el autor pacta la compra de toda o casi toda la tirada. Preferible que el autor se guste a sí mismo y que la obra como narciso le enamore de veras. De todas formas, la editorial no arriesga nada y el autor, granujilla, le dará las vueltas a la decencia y al currículo y conseguirá incrustar su nombre en la solapa del prestigio de los últimos títulos publicados. El libro por fin se sirve con guarnición de Vargas Llosa, García Márquez o José Hierro.

Nunca con semejantes mimbres el Sobre Hilado. El Sobre Hilado era una prestigiosa experiencia marginal y guerrillera. Marginal porque dedicándose sobre todo a la poesía, ya me dirán: nadie compra libros de poesía. Y guerrillera porque había dado a conocer a más de un poeta, hoy consagrado. El Sobre Hilado era en realidad Tamara Troncoso, mujer empresa y gran olfato lector. Un local cutrecillo en pleno centro, una máquina de coser Sínger que me llamó la atención, dos impresoras, un ordenador. Ella se llamaba Tamara aunque con la misma podía haberse llamado Jarcha, Jaima, Asarti o Tamaréi. Me explico. Su padre, virtuoso autodidacta, vivió toda su vida prendado de una copla mozárabe que decía: Non t´amaréi il la con asarti an jaima ma curti, traducida por don Emilio García Gómez: No te amaré si no juntas mi ajorca del tobillo con mis pendientes. El señor Troncoso dejaba a su hija una gracia de por vida: busca a un hombre que te tenga el santo día con los tacones en el techo, imagen que no es mía pero es tan gráfica que por eso la pongo.

Quedamos una tarde. Tamara tenía un cuerpo de los que crean afición. Si te dicen en clase de dibujo dibuja a una tía buena, la pintas a ella. Llevaba una ajorca de lápiz y plata fina en su tobillo izquierdo. Y un cansancio infinito en el resto del cuerpo. Jartita de editar y corregir, hasta el moño de aguantar a unos y a otros: que si no es leve, que es aleve; este hemistiquio por aquí, esta sangría por allá; que si este doble espacio, esta cursiva; anda y que les vayan dando; nadie sabe lo que es editar a estos poetas, y lo peor: la mitad maricones. Yo entré a matar. Cásate conmigo y ya verás cómo tenemos muchos libritos. Tamara me pasaría su sello editorial, su diseño, su red de distribución, su agenda y sus contactos. Y, por supuesto, el ISBN. A cambio y con título de corrector de pruebas, sin paga ni seguridad social, que para eso cobro del Estado, yo me haría cargo de todo lo demás: recibir y darle coba a los autores, seleccionar los originales, picar a máquina, corregir los textos, manejar yo mismo el ordenador y las impresoras. Ahí te dejo las llaves, querido. Y se fue a las rebajas a comprarse media docena de ajorcas.

Golosos de la nueva era editorial y como abejas a la miel, mis amigos escritores acudieron con sus flores a María. Si alguien nos descalificaba como un club de amiguetes, amiguetes fueron Lorca y Alberti y amiguetes el círculo de Carlos Barral. Como replicaba uno de los nuestros: no es delito, sino fortuna y privilegio, que los amigos seamos además de amigos buenos escritores. Y a diferencia de otras colecciones, el SH no entró nunca en banderías ni supuestas escuelas, tan frecuentes entre gente del gremio. A nosotros nos daba igual con tal de que cada uno hiciera o hiciese su trabajo: escribir y escribir bien. Dábamos calidad en dos frentes: calidad en mi instituto, que se llenó de autores en el aula, y calidad en no pocos escaparates de librerías, donde los libritos nos los quitaban de las manos.

Todo incluía los animales del bestiario de Maica Espín. Por qué no salió publicado aquel zoológico en condiciones, por qué yo el Maquinista de mi General no caí en la cuenta antes del gran desastre cuando aún habría tenido arreglo, no me lo explico. No me lo explico. Por qué todavía me duele la mandíbula, como a un carajote, de aquel derechazo. Por qué sigo teniendo pesadillas. Seguro que en lo de Maica ya estaría siguiéndome los pasos ese tipo llamado Doble Erre.

 

 

ANTÍTESIS. VACACIONES

Movimiento de cucharillas, a imitación de movimiento de sables, militares golpistas, machotes ellos. Movimiento de cucharillas en todos los trabajos de la media hora del desayuno, bancos, oficinas. Movimiento de cucharillas en un instituto. Conspiración doméstica que suele coincidir con la hora del recreo y se desarrolla en cuatro fases, a saber. La primera, de cotilleo, murmuración o recogida de datos. La banda de la cucharilla habla y habla hasta fijar el tema. Se prende con una chispa: ¿os habéis enterado?, ¿sabéis la última? y se deja correr. En la segunda fase prima tomar medidas: concurso de soluciones al que optan profesores líderes, enteradillos y salvadores de la enseñanza pública. La tercera fase acaba en decisión tomada, sea norma escrita o acuerdo de obligado cumplimiento. Si la banda de la cucharilla se ve con fuerzas procuran un acuerdo de claustro o de consejo escolar. Si no les salen las cuentas (de número de votos), acuden a dirección o a jefatura de estudios y, si hay química entre los despachos, hasta la inspección. Así se llega a la cuarta fase en que alguien o álguienes se frotan las manos por haberse salido con la suya mientras que alguien lo pasa regular o directamente, tú mismo: te jodes como Herodes. Y es como en Hemingway: no preguntes por quién doblan las cucharas. Doblan por ti.

Y vaya si doblaban, viejo. Jefatura de Estudios, sensible al cuchareo, nos llamó la atención: no podía ser, esas idas y venidas de los muchachos al aula de conferencias. No podía ser, esa gente extraña por los pasillos, mis poetas, compañero, con sus calvitas, sus barbas, sus palillitos de dientes. Yo, la verdad, tampoco podía ser. Me refiero a cumplir con mis invitados y quedar bien, viniendo como venían desinteresadamente sin cobrar un euro. La mitad no sabía cómo desplazarse hasta el instituto y había que ir a recogerlos o pagarles el taxi. Había que anunciarlos en carteles, había que atenderlos, qué menos que una cervecita o un cafelito, había que tenerles su botellita de Fontbella, había que tenerles su salón de actos con su equipo y su micrófono, que los poetas leen casi todos muy bajito y cuando, por hacerse oír, tienen que levantar la voz, su lírica como que suena a épica.

Mis sobrehilantes, mujer. Un día los quise llevar al tercero de letras, y era un primero de humanidades con muy poca humanidad, dicho sea de paso. Cuando en el salón de actos se abría el turno de preguntas al autor, en vez de las habituales qué es para usted la literatura o cuándo empezó a escribir, Vanessa del Rocío y compañía preguntaban cosas como tiene usted página web, en qué tienda se ha comprado esa carpeta, qué guay, qué le parecen las letras del cuarenta principal de turno. Otro día busqué al cou y me encontré a un segundo de bachillerato, que no se interesaba por nada que no entrara en selectividad. La vez que, con esfuerzo de horas y artimañas de profesor, yo lograba colarles en el aula a algún poeta, Vanessa del Rocío y cía, que habían promocionado y con muy buenas notas, seguían con sus ojitos en blanco delante de un verso escrito y seguían con sus preguntas peregrinas. Y coronar con éxito los recitales era complicado. Ya se había impostado entre los muchachos la costumbre de silbar para aplaudir, que es como llevar luto con vestido blanco. Algún autor hubo, de los sensibles, que todo les afecta, que oyéndose silbar tuvimos que darle una tila y mil explicaciones para que no se nos muriera o muriese allí mismo. Y las dedicatorias, esa es otra. Era costumbre que, finalizada la actuación, entre silbidos y aplausos como queda dicho, la muchachada subiera o subiese a la tarima a la caza y captura de autógrafos. A la hora de rubricar sus fórmulas, mis sobrehilantes los pobres no sabían cómo acertar, si la Vanesa de turno usaba escribir su nombre con una o con dos eses; si Yésica era Jessica; si el voluntarioso Yónatan quería su gracia con Y griega o con Jota y si, como Elisabeth o Ruth, lo quería con te y hache de the end, el acabóse. Lógsicamente (con lógica Logse), mis sobrehilantes y mis alumnos y alumnas iban a acabar como en Babel: majándose a palos o a palas los unos o las unas a los otros o a las otras.

Lo cual que, el Sobre Hilado me iba interesando cada vez menos. De los tiempos heroicos, en que nos queríamos todos y éramos íntimos, camaradas, coleguitas, se pasó al escritor desconocido y a los anónimos interesados. Un graciosillo, creyendo que nos hacía un grandísimo favor, corrió por ahí la voz de que el SH era una editorial de noveles y de ediciones encubiertas. ¡Madre mía! La de viejitos que nos mandaron su poesía de pensionista. La de bedeles de la Seguridad Social con sus casos verídicos. La de sonetos y romances a la virgen de su pueblo, a su mujer y a sus niños. La de himnos parroquiales en rima consonante. Eso sí: todos decían que ellos poetas no eran ni querían ser. En algo estábamos de acuerdo. Otro amigote hubo que, enamorado de nuestras ediciones, colgó en internet una publicidad terrible. Originales nos llegaban de los quince continentes. Originales por tierra mar y aire. Originales en chino, en lituano, en mire usted. Originales por paquesprés, por correo, por correo electrónico: My name is Gregory y yo querer que Shobre Jiladoh publicarme estas poetrías. Nos salpicó también el caso Valladares. El pobre Eusebio, que andaba ya fatal, quería que yo le publicara su Antología de la Poesía Española Concordada. Se me enfadó cuando di largas a aquellas versiones demenciales: "Recuerde el alsa dorsida", "En tanto que de rota y atutena", y aquel Bécquer que preguntaba "¿Qué es poemía? Poetía eres tú". Demasiado para el cuerpo. No me vería en otra hasta los atormentados tiempos de Maica Espín y de la e-rrata.

Dicho está que Tamara Troncoso tenía en su sede una máquina de coser. Una auténtica Sínger años 50 negra y niquelada tan a punto como un coche de carreras. Recordé enseguida que los primeros sobrehilados eran de verdad un primor de sastrería. Venían cosidos con su cordoncillo marca páginas y estuchados en cartón de todos los colores que Tamara cerraba con hilos y sedas, una sorpresa costurera. Después de mi llegada a la editorial, los interesados tenían como condición, como regla de juego y de partida, darnos sus textos en disquete o mandarnos sus originales por internet. No había otra, aunque alguno no lo entendiera o entendiese, que son muy suyos y muy supersticiosos los escritores. Que si yo es que escribo a pluma, que yo a lápiz y en un cuaderno, que el otro en una Olivetti del año la pera. La pera o la pese, macho. Aquí se juega fuerte: quien no me dé su texto informatizado no sale en la foto. No sólo por el trabajo que me quitaba de encima, sino porque la errata sería responsabilidad de cada uno. Como en el ajedrez, en mecanografía: tecla tocada, tecla jugada. Bastante carga me daba formatear en tipos garamond y attic los originales. Cosa mía era compaginar y hacer encabezamientos y pies de página, el índice y las solapas, el pie de imprenta. Y el ISBN, faltaría más. Pero si el autor nos daba en disquete "a Dios gracias nadie me vencía" en lugar del romántico, llorón y previsible "a desgracias nadie me vencía", a Dios gracias se quedaba y no lo movía ni Dios.

E-rrata. Errata digital. Dícese de la errata mecano informática. Errata, un poner, que el corrector se coma literalmente la mitad de un texto sin que el corrector se dé cuenta. Errata, un poner y un suponer, que cuando el corrector se da cuenta es demasiado tarde y el libro está impreso, distribuido y en manos del colérico dueño, que es el autor, el cual, al errático modo viendo que su libro es impresentable por culpa de la errata va y le estampa su pasado y su futuro en la cara al corrector. Errata de listillo de cortar y pegar, Ctrl+C ó Ctrl+X y Ctrl+V por el método abreviado. Demasiado sencillo. Un error y mandas a don Quijote a la papelera de reciclaje, y de ahí al limbo. Un dedillo mal puesto y a tomar por culo las completas de Shakespeare. Cuando no, por quitarte un virus, te quitas tú mismo como un cabrón la tesis que tenías entre manos y a punto de terminar. Shakespeare está en la red y cuando sea, otro día, te lo bajas. Lo malo es la tesis personal e intransferible, tonto del bote. Y quien dice tesis: los animales de Maica Espín.

Maica Espín ya era autora consagrada cuando Tamara me la presentó. Al Sobre Hilado nos venía fantástico lo que Maica traía en el bolso: un precioso bestiario en prosa poética, en su disquete impecable y todo, que compensaría un poco la hegemonía del verso en la colección. Para que se hagan una idea, Maica Espín cobraba el medio millón por cada conferencia o lectura literaria que daba. Sin contar a la populista Gloria Fuertes, no había dos como ella. Que viniera o viniese gratis a nuestros libros y a mi instituto era más que un privilegio. Yo además me imaginaba que se llevaría a los muchachos de calle: era buena comunicadora, de las que manejan a la perfección el cuidado descuido, el desenfado. Quedamos de acuerdo. En cuanto pude metí el disco de Maica en mi disquetera y allí aparecieron en pantalla, a base de cinco o seis líneas cada uno, los bichitos entrañables de su infancia, ése que dicen que es el paraíso de la poesía. Desde el osito peluche de sus primeras pajitas, hasta un King Kong de ensueño. No se cortaba un pelo la joía. Yo les di a todos la garamond doce y en un periquete (de perico, ¿lo han pillado?) tuve el libro preparado, listo, ya. ¿Qué pasó después? No me pregunten. Yo sé lo que ustedes, que los ciento y pico de animales se habían quedado en la mitad en el mismo acto de presentación, flases de fotógrafos por medio. Lo que salió en portadas: que Maica Espín al micro se calaba las gafas y empezaba a ojear y a hojear en busca de algunos bichos. Que primero pálida, después amarilla y roja y por último morada, como en un cómic, vino hacia mí y ¡plas! me rompió el bolso en la cara. Que se cogió del brazo de su novio y se fue echando pestes del sitio: aficionado de mierda, la oyeron decir. Yo no sabía dónde meterme. Mi gente me consolaba: Alexito, hijo, eso le pasa al más pintado. Al más pintado, me cago en lá. En cuanto pude y con más calma hice todas las comprobaciones y efectivamente: lo editado llegaba hasta la ele de libélulas y faltaba todo lo demás. Papagayos, periquitos, mariquitas, santateresas, zorros plateados allá que andarán perdidos o navegando en la banda ancha de los justos. Si le di a Supr[imir], ni siquiera eso. Para darme un premio. Maica Espín salió del paso. Otra editorial le publicó lo suyo y se cubrió de gloria. Yo todavía tuve que aguantar bromas pesadas, llamadas anónimas, mensajes y cartas. ¿Es verdad que te han hecho director del zoológico nacional? ¿Te interesa un tanga de domador? Y desde entonces me visita la pesadilla.

La pesadilla. Los animales vuelven. No sé si vieron Jumanji la típica película del típico baboso Robin Williams. Yo tuve que verla después de guardar la típica cola y de comprar las típicas palomitas del típico maíz en el típico multicines como el típico padre típicamente separado que no sabe dónde meterse al típico niño la típica tarde de la típica lluvia del típico domingo que típicamente te toca dos típicas veces al mes mientras la típica madre separada se daba el típico lote con el típico novio gastándose la típica paga que el típico juez hace que les pasemos los típicos padres típicamente gilipollas típicamente separados como yo. Pero esa es otra pesadilla (típica). A la que iba, la de Jumanji, la de los animales en casa.

En mi sueño estoy en mi ordenador manejando el teclado tan tranquilo. Bueno, tan tranquilo no, aporreando a las teclas como culpables. A mi derecha encima de la mesa se aprecian el manual de Díaz Plaja, Fernando, Cómo escribir y publicar, y el confuso ¿Por dónde empezar?, de Roland Barthes. Al fondo aunque bien visible hay una ensalada de folletos de estos de premios literarios. A mi izquierda y vueltas del revés se ven o deberían ver dos fotos, cada una en su marco de plata. En una se retrata un grupo de familia y en otra, a un guaperas con aires de Paul Newman: Manuel Díaz Trillo, el director impaciente de Así es la vida, cuya mirada me hacía sentir culpable. Los otros, los de la otra foto, son mi mujer y mis niños, con las buenas notas que me han sacado y ni los he llevado al hipercor ni al parque acuático. Algo me dice: qué horror, debo despertarme, éste es el no va plus de las pesadillas. Sin embargo, el regidor de los malos sueños me dice que espere, que aún queda más. Y me hace un zoom como quien hace una gracia. En detalle se nota que lo que estoy escribiendo será, cuando lo acabe, para Manolito Paul Newman. Voy por el capítulo La ecografía de Maripuri y parece que estoy apalancado en un problema narratológico. Esto era que Maripuri se acercaba a mí tan contenta seguida de una ristra de chiquillos de poca edad, un perro y un frasquito de predíctor. En lenguaje de pesadilla: a que me viene otra vez preñada... ¡pues me viene! El instinto me dijo: despierta, tío, última parada. Pero el regidor de los malos sueños respondió: sigue dormido, que hay más. Vuelta a primer plano sobre el teclado. A mí se me ve tan infeliz. Tanto que le doy a F1 pidiendo Ayuda. Busco en ‘mari' otras maris y aparece en pantalla Mariconchi, que no está preñada y lava muy bien las camisas. Ésta es la mía, pues. Primero hago un bloque con mi Maripuri, los niños, el perro y el predíctor. Cierro los ojos y tecleo la tecla Supr. El cabrón del ordenador, como queriendo poner las cosas fáciles, todavía va y pregunta: ¿Confirma que desea enviar ‘Mi familia' a la papelera de reciclaje? Cierro los ojos de nuevo y le doy a Intro, a Aceptar. Mi mujer y mis niños desaparecen. El iconillo ayudante de güindous me hace una reverencia que nadie le ha pedido. Será mamón. Como que se burla porque Maripuri se ha ido sin dejarme planchadas las camisas, sin la compra y sin la cena hecha, o porque los niños se han olvidado los yogures caducados en la nevera. Ganas terribles de despertar, que esto es muy fuerte, pero no importa y sigo. Para comer llamaré a un telepiza y los danones se los daré a una oenegé de yogures sin fronteras.

Y en esto llega lo peor. Busco a Mariconchi, Ctrl+B, cuyos argumentos son simples y poderosos: buenorra y sin hijos, con visa oro y con cama por delante y por detrás. Le doy a Mariconchi, copiar y pegar, y al pulsar la tecla Insert empieza la invasión. La pantalla, en vez de Mariconchi, se me llena de bestias carnívoras voladoras, aves rapaces submarinas y fieras carroñeras que aumentan de tamaño, van adquiriendo relieve y todas a una saltan de la pantalla extraplana y ¡zas! me comen la nariz y me sacan los ojos y me hacen sangre y se comen mis tripas y me dan bocaos en la punta el nabo. Diga lo que diga el regidor, me dije, ahora sí que despierto. ¡Aaag! Por si acaso (he declarado tabú decir ‘por si las moscas'), volví los retratos de mi cuarto del derecho y a su sitio, le instalé al ordenador todos los antivirus de este mundo (menos el Panda) y prescindí del ratón.

Maicaespinas, pesadillas, amenazas. ¿Es éste un beatus ille? Gregorys McDonalds, Eusebios Valladares, Maripuris, jefes de estudio. ¿Carpe diem o cárpete los cojones? ¿Tú eras el que decía a sus alumnos: trabajo, el que os deje cuanto más libres? Ya me entró lo que en ciclismo se llama una pájara, bajón físico súbito que impide al corredor mantener el ritmo de la carrera. Como quien dice quedéme y olvidéme y el rostro recliné Sobre el Hilado. Era junio, habíamos despachado casi el curso, en el horizonte: vacaciones. Ni envidiado ni envidioso, era de esas veces que uno podría parar el mundo y si lo paras lo paras en su punto exacto. Porque si sigues te enredas otra vez. Y otra vez y otra vez. Me dije es el momento, se acabó. ¿Se acabó? Me faltaba lo que faltaba: Doble Erre.

Íbamos por el final de junio, fin de curso, vacaciones. Vacaciones de maestro, chaval. Mis últimas dos gestiones habían ido en son de paz: conseguirme una comisión de servicio para en septiembre cambiar de instituto y cerrar la editorial alquilándoles a unos músicos el cuchitril del Sobre Hilado. Algo se vendió en un cambalache, la Sínger no. Si la editorial seguía sería como carácter, como marca y seña, como algo siempre nuestro. ¿Publicar nuevos libros? Ni mijita. Por encima del cadáver de mi portátil. Que le vayan dando. Eso iba pensando a punto de cerrar la maleta de Halcón Viajes, cuando un golpe de teléfono: -¿Ale Berlín Dato? Soy Doble Erre, tú no me conoces, yo a ti sí. Dentro de un sobre, en tu buzón te dejo unos papeles, canela fina. Jódete porque en tu puta vida habrás leído nada igual. Tómate el tiempo y hablamos. Y no se te ocurra plagiarme porque te capo. Parecía un personaje de novela.

En la playa, busqué el quórum. Yo y una cerveza formábamos buen comité de lectura. En el sobre venían todos los datos de Doble Erre: tres números de teléfono (casa, trabajo y móvil) y dos direcciones (casa y trabajo). Estaba claro que el tipo quería ser localizado. Y me puse a leer aquel ingenio. En portada, nada: Doble Erre, Relatos, y empecé. Una prosa impecable, canela fina, era verdad, de lo mejor que he leído. Daban ganas de reanimar el Sobre Hilado y publicárselo. Sólo que, páginas más adentro, Jonathan, Jessica, Elizabeth del Carmen, Ruth y Vanessa del Rocío eran los nombres de algunos protagonistas. Había un profesor leyendo El túnel de Sábato y Manías y melomanías mismamente, de Hipólito González Navarro. Había un zoológico bastante ilógico y una muchacha en una joyería. Había un volkswagen como el mío destrozado en un instituto de arrabal. Quan creus que ya s´acaba, torna a començar, canta Raimon, canguelo puro. Pero es que encima y además y para más inri y para más joder y cuarto y mitad de lo mismo, en la prosa de Doble Erre se veía un Tamara sobrescrito a pluma donde aún se dejaba leer Maica Espín. No fastidies, tú. Cuando unas páginas más allá vi que ponía "fue a hacer recados en bicicleta" en lugar del tachado "la playa abarrotada no le apetecía" confirmé mis temores. Manuscrito era y más, el original, y más: ejemplar único. En todo caso, no tuve ganas o valentía para seguir leyendo. El tipo no parecía que fuera o fuese a andarse con chiquitas. Amenazándome con plagios, y era él quien me había estado, más que plagiando, espiando. Quien mandaba contra mí todos mis molinos de viento, mis monstruos de invierno, mis alumnos por orden de lista de la A á la Zeta, de Abigail la testiga a Zumulucú el subsahariano. Exactamente lo que mi médico me tenía prohibido.

Dejar la ciudad en verano me venía fetén. Desde la playa le he devuelto a Doble Erre sus papeles con una nota de disculpa. «Escribir es una enfermedad, los libros como enfermos y los lectores como médicos. Búsquese otro diagnóstico más autorizado que el mío.» Me las avié para hacerle mi devolución sin remite ni matasellos. Para Doble Erre estoy de gira por el Mediterráneo.

 

 

SÍNTESIS

De gira o no, aprovecharé para terminar las entregas de Vidas Fastidiadas y el novelón que me haga rico y que me saque de apuros. Fatalmente se titula ¿Quién mató al orientador?, y va en la línea de Vázquez Montalbán y sus aventuras de Carballo, tócame el carallo. Por cierto, debo corregirme esta manía traumática de buscarle el premio a todo. Premio le llamaban en el colegio a esa rima que humilla tu nombre o apellidos, mayormente por lo bajini mientras los profesores pasan lista. Ese ripio impío con ‑ote, ‑oya, ‑ón, ‑ajo, ‑ato, a base de cipote, cojón o carajo. Luis de Góngora y Argote, presente; Juan Ramón Jiménez Mantecón, presente; Luis Cernuda Bidón, presente; Alejandro Berlín Dato, presente y atríncamela un rato. Muy gracioso. Y si te chivabas era peor. Los mayores te esperaban al recreo y te daban una catea, lluvia de collejas que te dejaban el cráneo listo. Luego hablan de Alcatraz. Una hermosura la infancia.

Para trincar, lo que se dice trincar, y premio y hermosura, como el Planeta, ninguno. De otra galaxia. Amo ese premio con todos sus cien millones y con toda su burguesía a cuestas. Necesito la pasta para comprarle ajorcas a Tamara. Estilo no me falta y voy por la página 15. Ya queda menos. Nos vemos este otoño en Barcelona. / a Tamara, faltara o faltase /

 

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